David Landau: “El nuevo proyecto constitucional chileno en perspectiva comparada”

Compartimos con nuestros lectores la siguiente columna del Profesor de Mason Ladd y Decano Asociado para Programas Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad del Estado de Florida David Landau, publicada originalmente en inglés en el sitio web ICONnectblog (véase artículo original) y que fuera traducido al español por los académicos Irene Parra Prieto y Domingo Lovera para el blog IberICONnect (véase versión traducida)

El 4 de julio de 2022, el nuevo texto constitucional chileno fue presentado por la Convención Constituyente al presidente Gabriel Boric. La solemne ceremonia puso fin a la Convención Constitucional, que duró un año y que, en gran parte, se desencadenó a partir de las masivas protestas sociales de 2019.

El siguiente paso, que se celebrará el 4 de septiembre de 2022, será el referéndum para aprobar o rechazar el nuevo texto. En el intertanto, habrá momentos de incertidumbre y una extenuante y difícil campaña. Si bien los datos comparados muestran que los referendos para ratificar las nuevas constituciones se aprueban en el 94% de las ocasiones (normalmente por un amplio margen), los datos se extraen de una amplia gama de contextos. La evidencia sugiere que el entorno del caso chileno es complejo.  La aprobación está por debajo de lo esperado. La derecha y la centroderecha chilena, marginadas durante la Convención, lideran una agresiva campaña por el rechazo. A ellas se suman algunas voces de la antigua coalición de la Concertación, que han expresado diversos grados de preocupación con el nuevo proyecto. Un ex presidente (Eduardo Frei) se ha pronunciado a favor del rechazo; mientras que otro (Ricardo Lagos) ha declarado que tanto el nuevo proyecto como la Constitución de 1980 no logran reflejar «un consenso» social.

En esta columna quiero reflexionar sobre dos cuestiones interrelacionadas: ¿Qué se puede decir del proyecto constitucional desde una perspectiva comparativa? ¿Y qué está en juego en el referéndum de salida?

El proyecto en perspectiva comparada

 La impresión que comparto con otros observadores internacionales es que el texto de la propuesta constitucional es razonable. Contiene algunas propuestas innovadoras y relevantes. Una de las propuestas más notables es la paridad de género, que caracterizó el trabajo mismo de la Convención, y que ahora se encuentra incorporada en la propuesta del texto constitucional. No solo como regla para la configuración del Congreso, sino también para otras instituciones del Estado. Hasta donde sé, esta sería la primera constitución que consagraría una norma de este tipo y no cabe duda de que las disposiciones sobre paridad de la constitución chilena serán muy influyentes para futuras constituciones. Lo mismo se podría decir sobre los detallados y amplios derechos medioambientales, y de hecho del encuadramiento de la propuesta constitucional como una de carácter ecológico.

El texto del proyecto refleja las tendencias del neoconstitucionalismo latinoamericano y a su vez, en cierta medida subestimada, las corrientes globales del diseño constitucional. Esto puede verse en la propuesta del catálogo de derechos de los pueblos indígenas y originarios, los derechos ambientales, en los derechos socioeconómicos robustos y justiciables, en el avance hacia un estado social de derecho y en el amplio conjunto de instituciones autónomas alejadas del modelo tradicional de la separación tripartita del poder. En términos comparativos, la mayoría de estos elementos pueden encontrarse en las constituciones de distintos Estados y son coherentes con una amplia gama de modelos políticos y económicos.

Roberto Gargarella argumenta que la Convención chilena permitió un avance en la consagración de derechos, pero que se habría quedado corta en lo que llama la «sala de máquinas» de la Constitución. Tiene razón. Sin embargo, el proyecto sí introduce algunos cambios estructurales significativos, como la descentralización, que, si atendemos la historia constitucional chilena, supone un cambio sorprendente. Asimismo, el proyecto incluye una serie de regulaciones que apuntan a flexibilizar el sistema político chileno en comparación con aquel establecido por la constitución contramayoritaria de 1980, redactada durante una dictadura militar, al eliminar la mayoría de los quórums especiales necesarios para aprobar ciertas leyes y al ofrecer una constitución más fácil de reformar. En efecto, la propuesta dispone que la reforma de las mayoría de los asuntos podrá ser aprobada con el voto favorable de cuatro séptimos de los y las integrantes del Congreso (lo que contrasta con los dos tercios requeridos por la constitución vigente), aunque ciertas cuestiones quedarían especialmente protegidas por la necesidad de un referéndum popular – lo que Rosalind Dixon y yo hemos llamado un diseño constitucional «escalonado». Además, los cambios en la representación, especialmente la incorporación de los requisitos de paridad de género y el establecimiento de escaños reservados a los pueblos originarios, podrían tener efectos duraderos en las instituciones legislativas y de otro tipo.

Dicho lo anterior, me permito señalar dos tensiones, una en el proceso y otra en el texto, que vale la pena destacar. La primera crea un problema, mientras que la segunda puede proporcionar – en una lectura optimista – una solución a ese problema.

Diseño del proceso y resultados

La primera tensión se encuentra entre el diseño del proceso y sus resultados políticos. Uno de los aspectos en los que el proceso chileno podría resultar influyente para otros casos, es en el uso del derecho para limitar la elaboración de la propuesta de nueva Constitución. A diferencia de otros casos recientes en América Latina, en los que los actores se apoyaron en fuertes reclamos fundados en la figura del poder constituyente – y que algunos resultaron en la instauración de regímenes autoritarios -, el proceso chileno es de naturaleza legalista.

El proceso fue gobernado por una serie de normas derivadas de un acuerdo político multipartidista, posteriormente transformadas por una comisión técnica en un conjunto de enmiendas a la Constitución vigente. Hay muchos aspectos interesantes de estas disposiciones, pero, sin lugar a duda, la más importante fue el requisito de dos tercios de los votos para la aprobación de las normas del nuevo proyecto del texto constitucional. De hecho, una de las expectativas sobre el desenlace de la convención que predominaron en su momento fue que, como consecuencia de dicho requisito, todas las principales fuerzas políticas – y en particular la derecha – tendrían poder para dar forma a la propuesta. No obstante, debido a una combinación de normas electorales y (más importante) al momento político, el trabajo en la Convención no se desarrolló de esa forma. A la derecha le fue muy mal en las elecciones de sus integrantes. El proyecto C22 del Centro de Estudios Públicos (CEP), muestra más bien que los dos tercios de los votos de la Convención se situaron a la izquierda de los partidos de derecha e incluso la izquierda de los partidarios centristas de la anterior Concertación, quedando algo más alineados con el Partido Socialista.

Por lo tanto, la izquierda institucionalizada – configurada por el Frente Amplio y el Partido Socialista -, tuvo que negociar arduamente con la izquierda independiente durante la Convención, sector que incluía a muchos de los integrantes de los escaños reservados, activistas con agendas temáticas y grupos de la sociedad civil. En su discurso de clausura, uno de los delegados de la centro-derecha, Christian Monckeberg, dijo que la decisión de los partidos de centro-izquierda de no negociar con la centro-derecha fue un «error histórico». Sin embargo, y debido a la composición de la Asamblea, esto puede haber sido más bien una necesidad política para lograr elaborar el proyecto.

¿Debería preocuparnos la relativa exclusión de la derecha, la centro-derecha e incluso partes del centro de la mesa de negociación? Sí, independientemente de que el texto en sí mismo sea razonable y aporte avances significativos.

La elaboración de una Constitución es a menudo tanto o más importante por el «momento constitucional» o el contexto político que crea, que por el texto mismo que produce. Y en Chile, la constitución se erigió en un entorno de gran polarización. El camino hacia el referéndum será difícil. Si gana el “apruebo”, probablemente no será por un margen muy amplio. Ese puede ser el problema en el corto plazo. El problema a largo plazo puede ser el efecto sobre la aceptación popular y de la élite.

El texto y su aplicación

Una segunda tensión se encuentra entre el propio texto constitucional y sus vías de aplicación. El contenido de la propuesta, como he señalado anteriormente, es bastante progresista y apunta algunos cambios relevantes para la política y la sociedad chilena.

Sin embargo, la propuesta de constitución, no obstante sus normas detalladas, contiene varias disposiciones que delegan su implementación a la ley, devolviendo algunas cuestiones importantes al poder legislativo. Esto incluye el diseño de los novedosos sistemas de derechos sociales previstos por el nuevo texto constitucional, como, por ejemplo, aquellos en materia de salud y educación. Estas normas delegatorias a la legislación son típicas de las constituciones modernas, pero su abundancia en el texto chileno pone de manifiesto la cantidad de cuestiones claves que se aplazaron para la consideración legislativa.

Además, se ha prestado muy poca atención a las normas transitorias de la Constitución, las que reflejan un enfoque relativamente conservador. La construcción de la mayoría de las nuevas instituciones (con la notable excepción del Corte Constitucional) será gradual – la configuración del nuevo poder legislativo, por ejemplo, no verá la luz hasta dentro de unos cuatro años. Esto significa que, durante algún tiempo, el actual Congreso, cuya composición está bastante inclinada a la derecha de la Convención, se encargará de la aplicación.

Por otro lado, las normas transitorias del proyecto contemplan escasos procedimientos alternativos para aprobar nuevas leyes de aplicación, a diferencia de lo que ha ocurrido en otras experiencias regionales – como en la implementación de la constitución colombiana de 1991, que otorgó al presidente un amplio poder para dictar decretos -. La mayoría de los supuestos de creación de normas se basan en procedimientos legislativos ordinarios. Si bien las normas transitorias establecen plazos para la aprobación de leyes importantes, la mayoría no señala consecuencias si no se respetan. La regla general será que la legislación existente seguirá en vigor, a menos que la Corte Constitucional la anule.

Hay una manera pesimista y otra optimista de ver esta tensión. La mirada pesimista consiste en la preocupación porque este modelo de implementación frustre la aplicación de la nueva Constitución. Es posible que muchos miembros del Congreso no estén particularmente entusiasmados con el nuevo texto constitucional y se vean abrumados por la necesidad de aprobar demasiadas leyes, incluidas aquellas que definen instituciones estatales clave. Por ello, es posible que la implementación de algunas innovaciones que responden a las demandas centrales de las masivas protestas callejeras que desencadenaron el proceso constituyente, como los derechos sociales, no se verifique en un tiempo razonable o con la suficiente fuerza. También existe el riesgo de que el poder judicial chileno, que tiene una historia y una concepción de su rol mayoritariamente conservadoras, haga muy poco para implementar el nuevo texto: un florecimiento de la jurisprudencia judicial en materia de derechos sociales al estilo de lo que ocurrió en Colombia, por ejemplo, parece poco probable.

En pocas palabras, el riesgo es que la nueva Constitución se apruebe, pero que su impacto material sea insuficiente. Esto me parece un riesgo mucho mayor que el supuesto (a veces declarado por políticos o comentaristas de derecha) giro radical en el modelo económico, dejando de lado las absurdas comparaciones con giros autoritarios en contextos como el de Venezuela.

Ahora bien, también hay una forma optimista de ver esta tensión. Una aplicación gradual, basada en los tiempos de la política habitual, puede ser algo positivo al permitir la resolución de la tensión identificada anteriormente, esto es, la marginación durante el proceso de algunas fuerzas políticas claves. Pues mientras la Convención, surgida en el difícil momento de las protestas callejeras, reflejó aspectos clave de la sociedad chilena que durante mucho tiempo estuvieron subrepresentados, también restó peso a importantes sectores políticos.

El proceso de elaboración de una Constitución no culmina cuando se redacta el texto, ni tampoco cuando se aprueba. Es probable que los movimientos políticos que tuvieron poca poca participación en la Convención, adquieran más peso en los próximos años. Cuando se lo observa en un marco de tiempo más extendido, esto es durante un período más largo que incluye el crucial momento de la implementación, el proceso constitucional chileno puede terminar pareciendo menos singular y extraordinario, pero también más equilibrado entre las diferentes fuerzas y actores políticos.

Lo que está en juego 

Esto nos lleva a una conclusión sobre el referéndum de septiembre. Muchos de los comentarios se han centrado en los que son percibidos como defectos particulares en el proyecto, sin examinar necesariamente el (largo) texto en su conjunto o a la luz del contexto más amplio. Si gana el rechazo se crearía un profundo problema. Esto porque incluso muchos actores políticos de la derecha han admitido que la Constitución de 1980 está muerta, luego de que el 78% de la población votara en el plebiscito de 2020 a favor de una Convención Constitucional.

Pero si el nuevo texto es rechazado, ¿cuál es la alternativa probable?

Una posibilidad sería una segunda convención constitucional. Pero, ¿existiría suficiente energía sociopolítica para un proceso de este tipo, después de varios años agotadores? Hay razones para ser escéptico.

Otra posibilidad, ahora muy discutida como parte de una “tercera vía”, sería que el propio Congreso adoptara reformas, incluso recogiendo algunas de las propuestas elaboradas por la Convención 1. Existe un plan para reducir el umbral necesario para aprobar los cambios constitucionales según la Constitución de 1980, precisamente para facilitar esta vía. Sin embargo, después de las masivas protestas sociales que reflejan el descontento con, e incluso el rechazo directo a, la política tradicional, ¿tendría el Congreso suficiente legitimidad para elaborar los cambios constitucionales que Chile necesita? De nuevo, hay razones para ser escéptico.

Espero que no sea necesario responder a estas preguntas.

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